Otro verano que termina. De nuevo las aletas de bucear al altillo y la chaqueta al colgador de la entrada. El otoño trae consigo asociado cierto grado de nostalgia, como la que me provoca dar por perdido el uso o relevancia de algunas palabras discretas y precisas. Me imagino el diccionario como un museo con el sótano atestado de obras preciosas condenadas al ostracismo, o peor, un árbol de cuyas ramas van cayendo las palabras caducas y se convierten en palabras olvidadas.
Si convenimos que el lenguaje es un ser vivo hay que aceptar que algunas palabras llegan y otras se van. El cambio social constante arrastra consigo el surgimiento de nuevas voces y el entierro de otras. De la misma forma que algunas están de paso por nuestra vida, caprichos pasajeros (¿evento?), otras pasarán a nuestro lado inadvertidas y se convertirán en palabras olvidadas. Puedes acudir al diccionario y buscar la voz masita y verás como no encuentras uso para la primera acepción, normal. Tampoco parece oírse hablar a menudo del terno, pero espero que vuelva a ponerse de moda si lo hace el traje de tres piezas.
Para ilustrar esta idea del museo y el árbol qué mejor que algunas de esas perlas en espera de destino:
Frente a toda la riqueza de un idioma con más de 93.000 voces sólo en el diccionario normativo de la Academia de la Lengua, resulta que andamos por el mundo empleando una media de 2000 palabras y los adolescentes 240. Está visto que el español es rico pero los españoles pobres, ¡qué paradoja!
Aun así, la lectura, además de alimentar nuestro espíritu, pone en nuestro camino voces llenas de precisión y matices que bien empleadas nos dotarán de discreción (el don de expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad). Rebelémonos pues contra la cortedad, no parquedad. En nuestra mano está la salvación de estas palabras: leer para descubrirlas y escribirlas y decirlas para no condenarlas.
Y si empezábamos mencionando la nostalgia, terminamos con un posible antídoto, de Emily Dickinson: «para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro».